Mensaje del Espíritu Santo “Pentecostés”, dado a través de “E” el 19 de mayo de 2024
Hija de Dios, ofrece al Cielo las pesadillas y el dolor que te han causado los enviados del mal, nadie podrá impedir la Divina Voluntad. Escucha la dulce y tranquila voz que susurra a través de todas las cosas que abre almas y corazones.
Escribe, niña Mía, lo que ahora tienes pensado, porque el buen Olegario, traducirá estas palabras y por designio Divino, será quien las comparta con los servidores de Nuestra Reina y Madre, la Virgen María y con miles de almas para que puedan ser conocidas y escuchadas por ti misma.
Soy vuestro Ángel de la Guarda que os habla, os acompaña y os guía a escribir el Mensaje, dictado por el Espíritu Santo en este día de la Solemnidad de Pentecostés, donde se recuerda Su venida a los Apóstoles, “marcando el nacimiento de la Iglesia Católica y la propagación de la fe en Jesucristo”.
La Sagrada Escritura dice: “Todo esto os dije mientras estaba con vosotros. De ahora en adelante el Espíritu Santo, el Paráclito que el Padre os enviará en Mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os dije (Juan 14:25-26) y bautizar a todos los hombres, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
“Creer en el Espíritu Santo es profesar que el Espíritu Santo es una de las Personas de la Santísima Trinidad, consustancial al Padre y al Hijo “que recibe del Padre y del Hijo la misma adoración y gloria”. El Santo Espíritu coopera con el Padre y el Hijo desde el inicio del deseo de salvación de la humanidad hasta su consumación. Pero es en los “últimos tiempos”, inaugurados con el estímulo redentor del Hijo, cuando el Espíritu Santo se nos revela y se nos da, cuando es reconocido y acogido como Persona. Entonces este plan Divino, que se consuma en Cristo, Primogénito y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna” (Catecismo de la Iglesia Católica 685-686).
Según las Sagradas Escrituras, así ocurrió la venida del Espíritu Santo: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estábamos todos reunidos en el mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como de una ráfaga de viento fuerte. Que llenó toda la casa donde estaban, y aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron y reposaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas” (Hechos 2,1-4).
Los Hechos de los Apóstoles, al narrar los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen dar testimonio de la gran manifestación del Poder de Dios, con la que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo - con su obediencia, su inmolación en la Cruz y con Su Resurrección - había obtenido sobre la muerte y el pecado se reveló entonces en toda su Divina Claridad.
Los apóstoles, a pesar de haber sido enseñados por Jesús durante tres años, huyeron aterrorizados ante los enemigos de Cristo. Sin embargo, después de Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar; y terminaron dando su vida como testimonio de su fe. Ejemplo de amor y valentía que todo cristiano debería seguir.
Los discípulos, que ya eran testigos de la Gloria del Señor resucitado, experimentaron en sí mismos la fuerza del Espíritu Santo: su inteligencia y su corazón se abrieron a una nueva luz. Habían seguido a Cristo y aceptado con fe sus enseñanzas, pero nunca habían podido comprender plenamente su significado: era necesario que viniera el Espíritu de verdad para hacerles entender todo. Supieron encontrar palabras de vida eterna, y estuvieron dispuestos a seguirlo y dar la vida por él, pero eran débiles y, cuando llegó el momento de la prueba, huyeron dejándolo solo.
El día de Pentecostés todo esto pasó: el Espíritu Santo, ese espíritu de fortaleza, los hizo firmes, confiados, audaces. La palabra de los Apóstoles resuenan fuerte y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén (“Es Cristo que pasa”, San Josemaría Escrivá, 127)
Me gustaría recordaros que la vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil a seguir las sugerencias del Espíritu Santo. Los dones del Espíritu Santo son siete: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, conocimiento, piedad y temor de Dios.
Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones con todo el orden puramente natural. Los dones los poseen hasta cierto punto todas las almas en gracia. Es incompatible con el pecado mortal.
*Sabiduría: gusto por lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios. El primero y mayor de los siete dones. La sabiduría y la luz que viene de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento de Dios... Esta sabiduría superior es más bien un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado de caridad y gracias con las que el alma se familiariza con las cosas y gustos divinos. Ellos... “Un cierto sabor de Dios”.
(Santo Tomás), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que conoce las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.
El conocimiento de la sabiduría, además, confiere una capacidad especial para orientar los asuntos humanos según la medida de Dios, a la luz de Dios, iluminado por este don, el cristiano sabe salvar interiormente las realidades del mundo: nadie es mejor que él para hacerlo. Apreciando los auténticos valores de la creación, mirándolos con los mismos Ojos de Dios.
*Inteligencia (comprensión): es una gracia del Espíritu Santo para comprender el discurso de Dios y profundizar en lo revelado. La palabra “inteligencia” deriva del latín “intus legere”, que significa “leer en el interior”, penetrar, comprender profundamente. Por este don el Espíritu Santo, que “escudriña las profundidades de Dios”. (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de capacidad penetrante que lleva el corazón a la percepción gozosa del designio amoroso de Dios. El Espíritu Santo, si bien agudiza la inteligencia de las cosas divinas, también hace más clara y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a él podemos ver mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. De esta manera descubrimos la dimensión no puramente terrenal de los acontecimientos, con la que está entrelazada la historia humana. Y también se puede conseguir descifrando el tiempo presente y el futuro. “Signos de los tiempos, signos de Dios”.
*Consejo: iluminar la conciencia en las opciones que la vida cotidiana le impone, sugiriendo lo legítimo, lo que corresponde, lo que es mejor para el alma. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da fuerza al alma no sólo en momentos dramáticos como el martirio, sino también en las condiciones habituales de dificultad: en la lucha por permanecer coherente con los propios principios, en soportar ofensas y ataques injustos, en perseverancia valiente, incluso en medio de incomprensiones y hostilidades, por el camino de la verdad y la honestidad.
*Ciencia: refleja el verdadero valor de los creadores. El hombre, iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la distancia infinita que separa las cosas del Creador, su limitación intrínseca, la insidia que puede surgir cuando, por pecar, se abusa de ellas. Es un descubrimiento que lo lleva a darse cuenta con tristeza de su miseria y lo empuja a recurrir con mayor entusiasmo y confianza a quien es el único que puede saciar plenamente la necesidad del infinito que lo persigue.
*Piedad: Sana nuestro corazón de toda dureza y lo abre a la ternura hacia Dios como Padre y hacia nuestros hermanos como Hijos del mismo Padre. ¡Grita todo el tiempo Abba, Padre! un hábito sobrenatural infundido de gracia santificante para suscitar en la voluntad un afecto filial hacia Dios considerado Padre y un sentimiento de fraternidad universal hacia todos los hombres como hermanos e Hijos del mismo Padre.
La ternura, como actitud sinceramente filial hacia Dios, se expresa en la oración; la ternura, como apertura fraterna hacia los demás, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad, el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo de alguna manera su corazón partícipe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo.
Además, el don de la misericordia extingue en el corazón aquellas fuentes de tensión y división como la amargura, la ira, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, tolerancia y perdón.
*Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, consciente de la culpa y del castigo Divino, pero en la fe en la Divina Misericordia. Temor de ofender a Dios, reconociendo humildemente la debilidad inherente a todo ser humano.
Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios, el alma se preocupa de no desagradar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de “permanecer” y crecer en la caridad (Juan 15,4-7). Pero Qué miedo no es ciertamente ese “temor de Dios” que nos empuja evitar pensarlo o recordarlo como algo que perturba y preocupa. El creyente se presenta y se coloca ante Dios con un “espíritu contrito” y un “corazón humillado” (Sal 50/51,19), sabiendo que tendrá que esperar su propia salvación “con temor y temblor”( Fil 12).
Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino más bien sentido de responsabilidad y fidelidad a Su Ley. Toda la práctica de las virtudes cristianas depende de este santo y justo temor, unido en el alma al amor de Dios, y sobre todo a la humildad, la templanza, la castidad y la mortificación de los sentidos.
El crecimiento en los dones del Espíritu Santo forma perfecciones en el alma llamadas Frutos del Espíritu Santo. La tradición de la Iglesia enumera doce de ellos: Caridad, Alegría, Paz, Paciencia, Longanimidad, Bondad, Benevolencia, Mansedumbre, Fidelidad, Modestia, Continencia y Castidad. (Gal 5,22-23)
Cuando el Espíritu Santo da fruto en el alma, vence la duplicidad de la carne y da fruto. Al principio es muy difícil practicar las virtudes. Pero si perseveráis dóciles al Espíritu Santo, su acción en vosotros os hará cada vez más fácil la práctica, hasta que seáis capaces de practicar con placer. Las virtudes serán entonces inspiradas por el Espíritu Santo y se llamarán frutos del Espíritu Santo.
Los tres primeros frutos del Espíritu Santo son la caridad, la alegría y la paz, que pertenecen sobre todo al Espíritu Santo.
La caridad o amor ferviente da la posesión de Dios. De la posesión de Dios surge la alegría, que no es otra cosa que el descanso y contentamiento que se encuentra en el disfrute del bien poseído.
La paz que, según San Agustín. Es tranquilidad en orden, en orden mantiene el alma en posesión de alegría contra todo lo contrario. Excluye cualquier tipo de confusión y miedo.
La paciencia modera la tristeza, lleva a cuidar de los demás y a garantizar que compartimos lo que tenemos. Bondad significa dulzura y este tipo de dulzura consiste en tratar a los demás con paz, cordialidad, alegría sin sentir la dificultad que quien tiene bondad siente sólo como una virtud y no como un fruto del Espíritu Santo.
La gran paciencia o la perseverancia ayudan a permanecer fieles al Señor a largo plazo, previene el aburrimiento y el disgusto que provienen del deseo del bien que se espera, o de la lentitud y duración del bien que se hace, o del mal que se sufre y no de la grandeza de la cosa misma ni de otras circunstancias.
La fe, como fruto del Espíritu Santo, es cierta facilidad para aceptar todo lo que se debe creer, firmeza para establecerse en ello, certeza de la verdad que se cree sin sentir repugnancia ni dudas, ni aquellas oscuridades y obstinaciones que se pueden sentimos naturalmente respecto a las cuestiones de fe.
El pudor regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras, la manera adecuada muy apropiada de vestir, de hablar, de caminar, reflejando la pureza del alma, armonizando los labios, combinando la sencillez y la caridad con la sonrisa, excluyendo lo áspero, vulgar e indecoroso. La templanza frena las horas desordenadas de comer y beber, impidiendo los excesos que impedirían cometerlos; y contiene la concupiscencia dentro de los justos límites.
La castidad es la victoria obtenida sobre la carne y que hace del cristiano templo vivo del Espíritu Santo.
Recordemos que la santificación se atribuye de manera particular al Espíritu Santo, ya que todo lo que el Espíritu Santo toca es santificado y transformado (Cirilo de Jerusalén).
Aquí tienes las palabras de algunos Santos dedicadas al Espíritu Santo, disfrútalas, vívelas y guárdalas en tu corazón.
Todos los Santos testimonian que el Espíritu es una fuerza que transforma la interioridad del hombre y de la mujer. La prioridad es ante todo no pecar, ya que el “pecado mortal” expulsa a el Espíritu, el “pecado venial” debilita su acción santificadora.
Atraer al Espíritu de Dios para que tome posesión de su ser, enseña San Juan de Ávila, además de tener la casa limpia, es necesario tenerlo en gran valor. “Sintamos grandemente de Él. Sea Cristo quien nos introduzca en la morada más íntima del alma, donde habita Dios Trinidad, de modo que participemos de su misma vida intradivina de amor.
Dice San Cirilo de Jerusalén: “El Espíritu Santo, aunque es único, con un solo modo de ser e indivisible, reparte la Gracia a cada uno como quiere. Y así como un tronco seco que recibe agua, brota así el alma pecadora que, a través de La penitencia, me hago digno del Espíritu Santo, produce frutos de Santidad y a pesar de tener una única e idéntica manera de ser el Espíritu, bajo el impulso de Dios y en el Nombre de Cristo, produce múltiples efectos.
Sabiduría: iluminar la mente de los demás, con el don de profecía; a este último le concede el poder de expulsar demonios, al primero le concede el don de interpretar las Divinas Escrituras, fortalece, en unos, la templanza, en otros, le enseña a practicar el ayuno y la misericordia. La vida ascética; al primero, para dominar las pasiones; prepara al otro para el martirio, por eso se manifiesta diferente en cada uno, pero nunca diferente de sí mismo, como está escrito: En cada uno se manifiesta el Espíritu por el gen común. Llega manso y gentil, se le vive como un finísimo y profundo, su yugo no puede ser más liviano. Rayos luminosos de luz y conocimiento anuncian su venida. Se acerca con los tiernos sentimientos de un verdadero protector: porque viene a salvar, a curar, a enseñar, a consolar, a iluminar el alma, primero de quienes lo acogen, luego, a través de él, de las de los demás.
Para San Agustín de Hipona “El Espíritu Santo convierte la multiplicidad en unidad, se apropia de ella con humildad y se distancia de ella con orgullo. Y agua que busca un corazón humilde, como lugar cóncavo donde detenerse; en cambio, ante la arrogancia del orgullo, como la altura de una colina, rechazada, cae. Por eso se ha dicho: “Dios resiste a los soberbios y en cambio da Su Gracia a los humildes” (Santiago 4,6). ¿Qué significa darles Gracia? Darles el Espíritu Santo. “Él los llena y los humilla porque en ellos encuentro la capacidad de acogerlo”. Y al tenerla merece tenerla más, y al tenerla más, puede amar más. Sin el Espíritu Santo no se puede amar a Cristo ni observar Sus Mandamientos. Entre los dones de Dios no hay ninguno más excelente que el amor al Espíritu Santo, es el don más exquisito de Dios”.
Renueva el núcleo de la mentalidad para pensar correctamente y déjate gobernar por un espíritu nuevo, no por un código anticuado. Es Él, quien inspira buenos pensamientos nos enseña a ponerlos en práctica, para que la Gracia de Dios no sea estéril en la humanidad. Es Él, quien les concede lo que piden y la Gracia de pedirlo. Aliento con santa esperanza y doblego a Dios con compasión hacia sus Hijos.
San Francisco de Asís menciona: “Las Santas virtudes, que son infundidas con la Gracia y la iluminación del Espíritu Santo en los corazones de los fieles a Dios interiormente purificados, interiormente iluminados y envalentonados por el fuego del Espíritu Santo.
Sigue los pasos de tu amado Hijo. Señor nuestro Jesucristo, y sólo con tu gracia alcanzarte Altísimo. Que en la Trinidad perfecta y en la Unidad simple vives y reinas y eres glorificado, Dios Todopoderoso, por los siglos de los siglos.
Así oraba Santa Catalina de Siena al Espíritu Santo en todo momento: “Oh Espíritu Santo, ven a mi corazón y con tu poder tráelo a mí, y dame caridad con temor. Cristo libérame con tu Santísimo Amor Padre y dulce Señor, ayúdame en todos mis deberes”.
Escribe San Juan de Ávila: “Lo primero que conviene para que el Espíritu Santo venga a nuestras ánimas, es que sintamos grandemente de Él y que creamos que puede hacer mucho. Por desconsolada que esté un ánima, basta Él a consolarla; por pobre que esté, a enriquecerla; por tibia que esté, a encenderla; por flaca que esté, a inflamarla en ardentísima devoción ¡Remedio para que venga el Espíritu Santo! Sentir de Él muy magníficamente. Y así dice hablando de la grandeza del Espíritu Santo: El Poder de Dios es muy grande, y de sólo los humildes es honrado. No vendrá el Espíritu Santo a ti, si no tienes hambre de Él. Y los deseos que tienes de Dios. Aposentadores son de Dios, y señal es que si tienes deseos de Dios, que presto vendrá a ti. No te canses de desearlo, que, aunque te parezca que lo esperas y no viene y aunque te parezca que le llamas y no te responde, persevera siempre en el deseo y no te faltará.
Hermano ten confianza en Él, que, aunque no viene cuando tú le llamas, Él vendrá cuando vea que te cumple. Porque debes, hermano mío, asentar en tu corazón que, si estas desconsolado y llamas al Espíritu Santo y no viene, es porque aún no tienes el deseo que conviene para recibir a tal Huésped. Y si no viene, no es por qué no quiere venir, no es por qué lo tiene olvidado, sino que, para que perseveres en este deseo y perseverando hacerte capaz de Él, ensancharte ese corazón, hacer que crezca la confianza, que de su parte te certifico que nadie lo llamo que siga vacío de su consolación”.
Escribe Santa Teresa de Jesús: “Estando un día muy penada por el remedio de la Orden, me dijo el Señor: “Haz lo que es en ti y déjame tú a Mí y no te inquietes por nada; goza del bien que te ha sido dado, que es muy grande; “Mi Padre se deleita contigo y el Espíritu Santo te ama”. Después de esto, quédeme yo en la oración que traigo de estar el alma con la Santísima Trinidad y parecíame que la Persona del Padre me llegaba a Sí y decía palabras muy agradables. Entre ellas me dijo, mostrándome lo que quería: “Yo te di a Mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen. ¿Qué me puedes tú dar a Mí? Entre tal Hijo y tal Padre forzado ha de estar el Espíritu Santo, que enamore vuestra voluntad y os la ate a tan grandísimo amor.
Paréceme a mí que el Espíritu Santo debe ser medianero entre el alma y Dios, y el que la mueve con tan ardientes deseos, que la hace encender en fuego soberano, que tan cerca está. ¡Oh Señor, que son aquí las misericordias que usáis con el alma! Seáis bendito y alabado por siempre, que tan buen amador sois, ¡Oh Dios mío y creador mío! ¿es posible que vaya nadie que no os ame?
Dice San Juan de la Cruz: “La sequedad del espíritu es también causa de impedir al alma el juego de la suavidad interior, cerrándole la puerta por medio de la contínua oración y devoción. El Espíritu Santo es el que ha de ahuyentar esta sequedad del alma y el que sustenta en ella y aumenta el amor del Esposo, y también pone el alma en ejercicio interior de las virtudes, todo a fin de que el Hijo de Dios, su Esposo, se goce y deleite más en ella, porque toda su pretensión es dar contento al amado, y esta tal aspiración del Espíritu Santo en el alma, con que Dios la transformo en sí, le es a ella de tan subido, delicado y profundo deleite, porque el alma, unida y transformada en Dios, aspira en Dios a Dios la misma aspiración Divina que Dios, estando ella en Él transformada, aspira en sí mismo a ella”.
San Juan María Vianney escribe: “El Espíritu Santo es luz y fortaleza. el que distingue la verdad de la falsedad, el bien del mal, como lupas que magnifican los objetos, el Espíritu Santo nos hace ver el bien y el mal “a lo grande”. Con el Espíritu Santo todo se ve “grande”: la grandeza de las más pequeñas acciones hechas por Dios, y la grandeza de las más pequeñas faltas... Sin el Espíritu Santo somos como una piedra sobre la estirada. Coge una esponja empapada en agua en una mano y un guijarro en la otra, exprímelas de la misma forma. No saldrá nada del guijarro y verás salir mucha agua de la esponja. La esponja es el alma llena del Espíritu Santo; y la piedra pequeña es el corazón frío y duro donde no habita el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es quien forma pensamientos en el corazón de los justos y los que tienen el Espíritu Santo son buenos... cuando tienes el Espíritu Santo, tu corazón se expande y se sumerge en el Amor Divino. Deberíamos decir cada mañana: “Dios mío, envíame tu Espíritu Santo para hacerme saber quién soy yo y quién eres Tú”.
Santa María de Jesús Crucificado tenía una extraordinaria devoción al Espíritu Santo, de sus labios surgía frecuentemente esta oración que le era revelada: “Espíritu Santo, inspírame El Amor de Dios me consume: Por el camino verdadero guíame. María Madre mía, mírame, con Jesús bendíceme, de todo mal, de toda ilusión, de todo peligro, presérvame.”
Santo del Niño Jesús recuerda: “El Espíritu Santo es el amor que da vida a la Iglesia, es su alma. La caridad me dio la llave de mi vocación. Entendí que la Iglesia tiene un corazón y ese corazón arde de amor. Comprendí que sólo el amor puede hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que, si el Amor se extinguiera, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre. ¡Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación! El Amor es mi vocación en el corazón de la Iglesia, Madre mía, seré amor... Así seré todo.”
Erika, tu vocación también es el amor. En todo momento repite esta oración:
“Jesús mío, te amo, tu Espíritu de Amor me quema con su fuego. Amándote atraigo al Padre, mi corazón débil se entrega a Él sin reservas”. Pido a Jesús que me acerque a las Llamas de Su Amor, que me una tan íntimamente a Él, que sea Él quien viva y actúe en mí. Siento que cuanto más corazón, más fuerte diré: “Atráeme” y que cuanto más se acerquen las almas a mí (pobre pedazo de hierro, si me alejo de la Hoguera Divina), más rápidamente correrán tras los olores “de su Amado. Porque un alma quemada de amor no puede estar inactiva.”
San Pablo VI escribe: el Espíritu Santo es el alma de esta Iglesia. Es Él, quien explica a los fieles el significado profundo de las Enseñanzas de Jesús y de su Misterio. Es Él, quien hoy como en los inicios de la Iglesia, actúa en todo evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios palabras que por sí solo no habría podido encontrar, predisponiendo también el alma del oyente para hacerlo abierto y acogedor a la Buena Nueva y al Reino anunciado. El Espíritu Santo es el principal agente de la evangelización: es él quien empuja a todos a anunciar el Evangelio y quien, en lo profundo de su conciencia, les hace acoger y comprender la Palabra de Salvación. Por Él la evangelización penetra en el corazón, ya que es Él quien nos hace discernir los “signos de los tiempos” como signos de Dios que la evangelización descubre y valoriza en la historia.
San Pío de Pietrelcina dice: “El Espíritu Santo nos dice que, a medida que el alma se acerca a Dios, debe prepararse para la prueba. No os asustéis por las innumerables tentaciones que se presentan porque, el Espíritu Santo advierte a los devotos, alma que está atenta: “Trata de avanzar en los caminos del Señor para prepararse para enfrentar las tentaciones”.
San Luis María Grignion de Monfort: “Cuanto más el Espíritu Santo encuentra a María en un alma, más activo y poderoso se vuelve para reproducir a Jesucristo en esa alma, y esa alma en Jesucristo”.
Ya que por Gracia Divina has recibido estas palabras para enriquecer tu conocimiento del Espíritu Santo, es importante que te consagres personalmente al Espíritu Santo todos los días. Puedes utilizarlas siguiendo la oración por guía. “Recibe, oh Espíritu Santo, la perfecta y absoluta consagración de todo mi ser, que te hago en este día para que te dignes ser de ahora en adelante, en cada uno de los momentos de mi vida, en cada una de mis acciones, sé mi director, mi luz, mi guía, mi fuerza y todo el amor de mi corazón”.[mm1]
Me abandono sin reservas a Tus Divinas operaciones y quiero ser siempre dócil a Tus santas inspiraciones. Oh Espíritu Santo, dígnate formarme con María y en María, según el modelo de Tu amado Jesús. Gloria al Padre Creador. Gloria al Hijo Redentor. Gloria al Espíritu Santo Santificador.
Espíritu Santo, Tú que me aclaras todo, que iluminas todos los caminos para que pueda realizar mi ideal, Tú que me das el don Divino de perdonar y olvidar el mal que me hacen y que estás conmigo en cada momento de vida mía, en este breve diálogo, quiero agradecerte por todo y confirmarte que nunca quiero separarme de Ti por muy grande que sea la ilusión material: quiero estar Contigo y todos mis seres queridos en la gloria perpetua. Gracias por Tu Misericordia para conmigo y mis seres queridos. Gracias mi Dios.
Oh Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, inspírame siempre lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo debo actuar, lo que debo hacer, para la gloria de Dios, el bien de las almas y mi santificación.
Espíritu Santo, dame agudeza de entendimiento, capacidad de retener, método y facultad de aprender, refinamiento para interpretar, gracia y eficacia para hablar. Dame éxito cuando empieces, dirección cuando termines. Amén
Para concluir este maravilloso Mensaje, den gracias a la Santísima Trinidad y a Su Madre Eterna, que, a través de esta hermosa catequesis sobre el Espíritu Santo, les han mostrado a todos ustedes infinito amor y misericordia.
Los Ángeles Guardianes son mensajeros personales de todo ser humano, encargados de llevar sus oraciones a Nuestro Padre Eterno y viceversa. Por tanto, acoged con amor y gratitud la bendición eterna de Dios Padre, de Dios Hijo, de Dios Espíritu Santo y de la siempre Virgen María, Reina de los Ángeles y Madre de la humanidad, bendición con la que se sella este Mensaje y todos quienes lo reciben y lo aceptan con humildad en su corazón.
AMEN, AMEN, AMEN.